A Borges le obsesionaba, entre otros temas, el tiempo, y más que nada el paso del tiempo y cómo el hombre se enfrenta a eso. En una entrevista para la BBC realizada en 1969 señaló:
“Todo lo que yo he escrito se refiere, de algún modo, a esas dos perplejidades que son quizás la misma: la del tiempo y la de la identidad personal, la de la realidad del yo. El tiempo, sobre todo, relacionado al problema de la identidad personal, con lo cual volvemos a la antigua perplejidad del griego sobre el río, aquella famosa sentencia de Heráclito: "Nadie baja dos veces al mismo río". Al principio pensamos que Heráclito habla del río, "nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian", y luego, con un principio de terror, sentimos que nadie baja dos veces al mismo río porque nosotros también somos el río, es decir, hay algo perdurable en nosotros y también hay algo cambiante. Y ése es, me parece, el misterio del tiempo y creo que todo lo que yo he escrito se refiere, de algún modo, a esas dos perplejidades que son quizás la misma, la del tiempo y la de la identidad personal, la de la realidad del yo”.
Se puede observar que en los dos relatos Borges muestra cierta manía por determinar años exactos. Es, tal vez, uno de sus artificios preferidos a la hora de darle verosimilitud y carnadura real a sus historias. Las fechas aparecen como un refuerzo de verdad para unos hechos apócrifos: en 1922, el Inglés recibe su oprobiosa cicatriz; Dahlmann sufre el accidente que cambiará su vida “los últimos días de febrero de 1939”.
Vayamos un paso más adelante. En “La forma de la espada”, el relato comienza en el presente –supongamos que fuera 1944–. El narrador nos presenta la historia y luego introduce a un nuevo narrador, el Inglés, quien nos retrotrae a 1922, a esos diez días en que los irlandeses rebeldes de Connaught intentaron liberarse del yugo británico, al momento en que fue hecha la cicatriz que da origen a la historia. La narración viaja en el tiempo: la cicatriz con forma de espada, que está viva y perdura en el presente, es vinculada a un pasado oculto y lejano, que el narrador de la segunda historia, el Inglés, trae a colación a partir de la mención del personaje Borges. El segundo narrador nos devela su dualidad, su parte perdurable y su parte cambiante: es irlandés pero se vendió a los ingleses, era activista político pero acabó siendo un gaucho pasivo, era valiente pero se hizo traidor.
En “El Sur”, el juego con el tiempo es más evidente aún. Ya en las primeras frases se nos revela uno de los conflictos centrales de Juan Dahlmann: su identidad personal, que en este caso él la vincula a sus ancestros. Debe dirimir entre identificarse con un pastor evangélico o con un militar muerto en combate. Y dice el texto: “en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica”. Este fragmento es clave. Juan Dahlmann padece un accidente que lo deja postrado. Luego es internado en una clínica, y el narrador no deja en claro si es por motivos médicos o psicológicos. En todo caso, el accidente y la lesión cerebral permiten al narrador un artificio del género fantástico: la creación de dos tiempos paralelos sin perder la verosimilitud. Este momento queda explicitado en la siguiente frase:
“Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres”.
Tenemos, entonces, por un lado, un presente que marca el paso del tiempo del paciente en la clínica en donde, presumiblemente, morirá, y, por otro lado, un presente en el que Juan Dahlmann viaja a su estancia en el Sur en donde también, presumiblemente, morirá. Sin embargo, hay un dejo de pasado en este segundo presente. Citaremos sólo algunos rastros:
“El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido”.
Y luego:
“La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur".
Y más adelante:
"Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur".
Es decir que el pasado, o mejor dicho, en este caso, la ensoñación con un pasado idílico en el que la muerte por duelo a puñal a cielo abierto era posible, le permite al protagonista encontrar una vía escapatoria a su muerte ordinaria a causa de un accidente con el marco de una ventana, final más digno de un pastor evangelista que de un militar heroico.
Una última reflexión para concluir este punto: el tiempo es, en las dos historias, el transcurso de las vidas. Y estas vidas parece cobran sentido únicamente en función de hechos en los cuales los personajes pierden o adquieren honor. Retomaremos este tema en la última sección.
El espacio
Veamos cómo es el tratamiento del espacio en las dos historias. En la primera narración de “La forma de la espada”, los hechos tienen lugar en La Colorada, una estancia de Tacuarembó, ciudad uruguaya ubicada en los departamentos del norte del país. No es casual que el autor ubique la historia allí: esa es la zona de los últimos gauchos. Señalaba Borges en una entrevista realizada por Reina Roffé, probablemente a inicios de los años ochenta:
“El tipo del gaucho es un tipo que ha desaparecido. Yo vi gauchos por primera vez en Montevideo, eran troperos que traían hacienda. Actualmente, creo que este tipo se da al sur del Brasil, al norte del Uruguay, en la provincia argentina de Corrientes también. En la provincia de Buenos Aires ya no se da.”
Pero, al mismo tiempo, el autor crea un pasado para el personaje, un pasado que es un tiempo y un lugar a la vez. En este caso, el tema del espacio es esencial, ya que la historia de la segunda narración gira en torno a una conspiración antipatriótica. El Inglés, según la descripción de la primera narración, es en realidad oriundo de Dungarvan, Irlanda. En la segunda narración nos enteramos, además, que el Inglés luchaba en Connaught por la independencia de su pueblo, que era, entre otros aspectos, el reclamo de una nación por un espacio propio.
Ahora bien, así como es capaz de crear grandes espacios imaginarios (tal vez el caso más ejemplar sea Tlön, Uqbar y Orbis Tertius), Borges es además un embelesado constructor de espacios cerrados. La quinta del general Berkeley, en donde se produce la persecución final entre “corredores de pesadilla y hondas escaleras de vértigo”, es descripta como un edificio enorme, desmedrado y opaco, con abundancia de corredores y antecámaras, con un museo y una enorme biblioteca que invaden la planta baja, la cual está a su vez poblada de cimitarras –sables cortos de estilo árabe–, en cuya curvatura “parecía perdurar el viento y la violencia de la batalla”. Este espacio, que parece extraído de las Mil y una noches, es el lugar –tal vez inventado– en el que el Inglés recibe su cicatriz oprobiosa.
En “El Sur”, así como existe una dualidad temporal, existe también una dualidad de espacios. Tenemos, por un lado, un espacio cerrado. Esta vez no parece ser extraído de las Mil y una noches sino más bien de algún cuento de Poe, tal vez “El pozo y el péndulo”.
“En cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno”.
No es de extrañar que el protagonista ansíe o cree, entonces, un espacio menos hostil y más honorable (para su final). Y este espacio es, efectivamente, el Sur. El punto cardinal que, desde el título, aparece con mayúsculas, como asegurando su entidad. Este segundo espacio aparece al principio desdibujado, impreciso: suponemos que es en Buenos Aires, en los límites de la provincia. A medida que avanza el relato el espacio crece, no sólo ya en cuanto a lugar ocupado, sino también en vida. En lo referente al espacio ocupado, se lee “que el Sur empieza del otro lado de (la avenida) Rivadavia”, es decir, en la ciudad misma, y abarca los arrabales porteños y el resto de la provincia que queda por debajo de aquella línea imaginaria que constituye la vía de circulación más importante de la ciudad de Buenos Aires. Por otra parte, al principio del viaje de Dahlmann, el Sur parece ser un mero lienzo sobre el cual reposan las casas suburbanas, la llanura silenciosa, el ocaso y el almacén, y finalmente acaba cobrando vida propia. Leemos: “Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo”.
Para concluir este apartado, es preciso volver a la apreciación formulada más arriba: en las dos cuentos los espacios son los escenarios en los cuales se desarrollan unos hechos determinantes en las vidas de los protagonistas, que son los hechos mediante los cuales los personajes pierden o adquieren su honor.
La palabra
Hay una palabra que no aparece en ninguna de las dos historias. Su concepto, sin embargo, está latente en ambas. Esta palabra es honor.
En “El Sur” la lucha por el honor está relacionada con la forma de la muerte. Es por eso que el personaje, anclado en su ancestro militar muerto en combate, necesita ir a buscar –literal o figuradamente– una muerte heroica al Sur. Una muerte ordinaria en la cama de una clínica, en las postrimerías de un accidente producido por un descuido, estaría absolutamente carente de heroísmo, y esto haría trizas su visión romántica e idílica de la vida.
En “La forma de la espada” se plantea una leve variación al tema del honor. Dice en un pasaje:
“Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon”.
Desde este punto de vista, todos los seres humanos pueden tener rasgos heroicos o miserables. Y ser una persona significa tener ambos componentes a la vez, más allá del grado de presencia de cada uno de ellos. Es decir, en cada persona reside un Dr. Jeckyll y un Mister Hyde, parafraseando la novela de Stevenson. Este párrafo puede ayudar a comprender el artilugio que emplea el Inglés a la hora de contar la historia de su cicatriz: él le cuenta a Borges su historia desde la perspectiva del valiente activista delatado, aunque él es, sin embargo, el traidor cobarde. “Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin”, sentencia el Inglés, conciente de que sólo se escucha la historia contada desde una de las facetas de los seres humanos, el costado positivo, el costado Doctor Jeckyll. La Historia es, en realidad, la historia relatada por los que han vencido. El Inglés, por lo tanto, conciente de este hecho, acude a la creación de un narrador honorífico, valiente, digno de ser escuchado. Y, volviendo a Las mil y una noches, éste es el mismo honor que Scheherzade busca, día a día, creando historias que cautiven la atención de su captor.